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Y SU       REALIDAD MUNICIPAL       

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La erupción de un volcán destruye el puerto de Garachico (1706):                                 
Todavía vamos a ver objetos tristes que exigieron fervorosas plegarias. Las profundas entrañas del Teide no se habían acabado de descargar de su materia combustible, y Garachico fue víctima de un nuevo volcán. Era Garachico aquel lugar delicioso y puerto de mar opulento, del cual nos dejó la siguiente descripción el P. Fray Andrés Abreu:

"Está la alegre y hermosa situación de Garachico al pie de un risco que se levanta por la parte del sur, tan empinado que no parece sino antepecho de esmeralda en que descansa el cielo... tan derecho... que su misma elevación protesta sus trabajos en el continuo sudor de muchas copiosas fuentes... Es verdaderamente deleitable a la vista, porque todo el año se viste de una agradable primavera que, en la amigable composición de pensiles y montes, mezcla frondosas vides y variedad de plantas fructíferas... con la permanente frescura de árboles silvestres... Por la parte del norte se halla el lugar sitiado de la jurisdicción del mar, a quien embravecen tanto los enojos del cierzo que suele salir de su curso y atravesar las calles".

En efecto, un paisano podía cazar y pescar al mismo tiempo, porque llegaba el bosque hasta la bahía. Esta era admirable: de las casas que la rodeaban y de un paseo que llamaban de Barandas, se alcanzaban las mercaderías y se hacían los ajustes con los navíos y los barcos, como si fuesen tiendas. Aquí estaba el comercio de América y del Norte. Había grandes almacenes, vivían muchos caballeros de título y de las órdenes militares; casas como palacios, excelente iglesia parroquial, un hospital, tres conventos de religiosos y dos de monjas; por eso se decía "Garachico, puerto rico". Ya en 1645 lo había anegado un gran diluvio; ya el mar embravecido le había destrozado muchas veces; ya el fuego le había devorado más de cien casas en la calle de abajo. Pero estaba reservado para un volcán el consumar la obra de su ruina, a que, por decirlo así, habían conspirado los elementos. El día 5 de mayo de 1706 reventó por la cima del alto risco y corriendo arrebatadamente sobre el pueblo aquel feroz torrente de peñas y materia encendida en dos brazos, trastornaba y reducía todo a cenizas. Un brazo tupió el puerto, retirando el mar y dejando sólo un caletón incómodo, aun para los vasos pequeños. Otro abrasó la iglesia parroquial, el convento de San Francisco, el monasterio de Santa Clara y toda la calle de arriba, donde estaban los edificios más suntuosos, de que se conservan nobles fragmentos. Apenas tuvieron tiempo y valor aquellos habitantes para huir de la nueva tierra de Pentápolis. Mujeres, viejos, niños, religiosas, enfermos, unos a caballo, otros a pie, otros por la mano, otros a rastros, salieron de tropel hacia Icod, cargados de las alhajas más preciosas. Mucho resplandeció en esta catástrofe la generosidad del ayuntamiento, contribuyendo sobre todo con un subsidio para conducir las religiosas a La Laguna; pero mucho más la generosidad del general don Agustín de Robles, que, habiendo asistido con el mayor desvelo al alivio de este desastre, gastó más de 3000 pesos de su caudal para llevar desde muy lejos el sustento a aquellos vecinos errantes y facilitarles caballerías para el transporte. La pérdida fue imponderable y la mutación del terreno espantosa. El "antepecho de esmeraldas" pareció cubierto de tostadas bayetas. Desaparecieron las viñas, las aguas, los pájaros, el puerto, el comercio y el vecindario. (Viera y Clavijo)

Roque de Garachico El volcán arrasa la villa:
¿Será de veras una llama? Bajo el sol coruscante del mediodía es difícil precisar su contorno. Pero si, allí hay una llama y hasta se diría que ha crecido un poco. Los ojos de los niños se apartan del espectáculo y giran al unísono hacia el volcán, que parece también querer jugar con ellos. La llama es fina y alargada, tiene un extraño color verde azufre y es como si el azufre se oliera igualmente en el aire... Por un minuto se ha hecho un gran silencio en todo e pueblo... Las gentes han interrumpido sus tareas y miran atónitas hacia arriba... Son las doce del día y las campanas de los siete conventos de la villa comienzan al mismo tiempo a dar la hora en el silencio... No terminaron de darla. Un estruendo terrible las ahogó en el aire, un crujido del volcán las descuajó de torres y espadañas, las arrastró hasta el mar con torres, con tejados, con viñedos, con los juguetes de los niños. Fray Juan García Pérez, monje franciscano que vivió a principios del siglo XVIII y presenció la destrucción de Garachico, nos ha dejado un relato vivo y emocionante de la catástrofe. Pertenecía este religioso a la comunidad del beaterio de San Francisco, situado un poco en las afueras de la población, y fué precisamente esa circunstancia, unida, desde luego al buen ánimo del fraile, la que le permitió convertir su humilde celda en magnifico observatorio. El es como un cameraman de su época: asienta las distintas facetas del suceso, traza planos, ilustra la reseña, marca las casas según van siendo derribadas una a una por el lento pero inexorable, río de lava. Parece ser que la erupción tuvo dos fases. La primera brusca y terrible, que descargó en pocos minutos sobre la misma bahía un aluvión de lava encendida, árboles y peñascos. Sólo pocas embarcaciones tendrían tiempo para huir quizá las más pequeñas y ligeras. Pero las más de ella quedaron presas en un mar que de súbito se espesaba, tornaba hirviente. La María Galante se contó entre las que sufrieron esta suerte; debe de haber hecho esfuerzos desesperados por escapar, por salvar el oro del rey soltando su velamen a todo trapo, tratando de enderezar su quilla hacia la embocadura cercana, lográndolo un poco, avanzando apenas, detenida a fin por la costra de lava ya solidificada en torno suyo... La nave triunfadora de tantos y diversos enemigos había sido al fin abatida, copada por uno que no era del mar, sino de la tierra, de lo más negro y profundo de la tierra... Y aunque ya no podía moverse, el volcán seguía vomitando su lava sobre ella, cubriéndola, hundiéndola despacio, enterrándola viva... Y desapareció la María Galante con su oro intacto, y desapareció el mar mismo, y la cadena de arrecifes que daba, a la rada una elegante forma de herradura... Fray Juan García Pérez cuenta que las aguas se retiraron largo trecho, y que cuando intentaron de nuevo acercarse ya no había puerto... El abra fué cegada totalmente, anegada, borrada para siempre. Y entonces sobrevino la segunda fase; consumada ya si obra principal de destrucción, los elementos amainaron, a la furia inicial sucedió una especie de regodeo minuciosa de dilaceramiento de la ciudad. Primero eran ceñidos los muros de las casas, traqueteados en sus cimientos, desprendidos por el traqueteo los tejados después los muros también venían al suelo, escombrando desbaratando las calles, de modo que el lugar quedaba como un rostro que perdiera poco a poco sus facciones, su epidermis, sus tejidos... Si siguiéramos el relato de nuestro monje tendríamos que vivir cuarenta día de angustia, los mismos que duraron la erupción del Teide y el Diluvio Universal. La cosa es dura, pero intentemos repasarla: "Ahora el río de lava se bifurca, el brazo del naciente avanza por los riscos de la Atalaya, mientras el otro anega y cubre el Barranco Hondo". Luego estos mismos brazos proliferan, son siete ya los que llegan al mar, los que echan el mar atrás... Pero otro octavo brazo, que parece reunir toda la fuerza de los siete primeros, baja ya por el farallón, desciende tanteando los riscos como un monstruo ciego y torpe... Se echa sobre el convento de Santa Clara, parece que va a cubrirlo, pero de súbito tuerce hacia la izquierda y se dirige al barrio de San Telmo mientras las monjas huyen despavoridas... Desaparece el barrio de San Telmo y luego el de los Morales y el de los Molineros. La casa del conde de la Gomera resiste todavía, opone a la furia de los elementos su cuadrada mole herreriana. La familia y la servidumbre huyeron ya con los cofres cargados de dinero a lomos de burros, pero dentro quedan todavía muebles preciosos, tapices flamencos, alfombras persas, vajillas de Capodimonte... Las paredes aguantan a pie firme, pero la creciente presión de la lava va rodeando la estructura, ciñéndola en su abrazo mortal... Ayer el primogénito del conde quiso entrar a salvar algo, tal vez unas joyas olvidadas, unos documentos compromete dores, unas cartas de amor... Podía entrar todavía, pero era casi seguro que no podría salir, porque el río negro iba alcanzando todas las puertas, abiertas de par en par, batidas por la tolvanera... No se atrevió el mozo a tomar lo que buscaba. Se detuvo un instante, yerto, petrificado como la mujer de Loth, mientras algunos compañeros intentaban sacudirlo tirando de él, al tiempo que el techo de la mansión se desplomaba al fallarle la suspensión de un arco reventado... El día 11 de junio el sol se eclipsó tres horas, y ya sumidos en tinieblas y cercados por el torrente de lava, los monjes de San Francisco consumieron las Sagradas Formas existentes en el convento a fin de que no lo fueran por las llamas del demonio... Los gases deletéreos hacían casi irrespirable la atmósfera y el sordo trueno del volcán había acabado por atontar los oídos y los corazones... Todos los relojes se habían detenido a la misma hora, el eclipse, mezclado con el humo, no dejaba saber si el de día o de noche... Pero fray Juan García Pérez calcula que fué al amanecer del día 12 cuando la comunidad abandonó el convento; su relato termina allí bruscamente, como cortado con un hacha.

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